Son tan grandes los bienes que Nuestro Señor comunica a los que de veras se entregan a su amor y servicio, que Él mismo parece admirarse, cuando canta por boca de David: “¡Oh cuán bueno es el Dios de Israel para los que son de corazón recto!”. Los ama y cuida de ellos con amor y solicitud de verdadero Padre, dándoles, como por añadidura, cuanto necesitan para la vida del cuerpo, vestido, alimento, casa… El es su médico y medicina en las enfermedades; su amparo y defensa en las tentaciones y asaltos de los enemigos; su luz y su guía, cuando se ven rodeados de tinieblas, en las tribulaciones y amarguras. El es su consuelo y alegría; vela de tal modo por cuanto se refiere al bien corporal, que tiene hasta contados los cabellos de su cabeza, de los que ni uno sólo caerá sin su consentimiento; si llegan a desviarse de la senda del bien, los azota y castiga para que vuelvan al recto camino; a medida que se van disponiendo con la mortificación y el desprendimiento de las cosas criadas, les va comunicando mayor luz y más vivo incendio de amor, con lo que se va uniendo más y más a ellos, haciéndoles sentir tal paz, dicha y felicidad sólo comparable con la que se goza en el cielo. Aún en esta vida se cumple lo que está escrito: “Que ni el ojo vio ni el oído oyó, ni cupo en el corazón del hombre, lo que Dios tiene preparado para los que lo aman”.
Todo lo cual vemos confirmado con ejemplos de la historia sagrada; pero, en especial, consideremos algo de la singular misericordia que Cristo Nuestro Señor ha dispensado a los que lo aman y lo siguen.
Recordemos la predilección que mostró para con los tres hermanos de Betania: Lázaro, Marta у Maria. ¡Qué aventura tan grande! ¡Cómo rebosarán sus corazones de gozo y alegría! ¡En su casa se hospedó muchas veces el divino Maestro! Allí gozaron de su amabilísima presencia, sentáronse a la mesa juntamente con El, de sus labios oyeron enseñanzas de vida eterna y, para consolar a sus devotas en la muerte del hermano, hace uso de su infinito poder y resucita a Lázaro, aunque tiene ya cuatro días en el sepulcro. En aquella venturosa mansión pasó los últimos días de su vida mortal y de allí salió a dar cumplimiento de los misterios de nuestra Redención.
Una multitud inmensa lo sigue en el desierto, tan ávida de escuchar su palabra, como olvidada del sustento corporal; conmueven las entrañas de aquel corazón compasivo y dice: “Tengo compasión de estas gentes, porque ya van tres días que perseveran conmigo y no tienen qué comer y no quiero despedirlas en ayunas, porque no desfallezcan en el camino”, y con sólo siete panes y unos pececillos, alimenta en aquella soledad a más de cuatro mil, sin contar las mujeres y los niños. Y más aún ¿Quién es aquel que no siente una santa envidia de las tan singulares muestras de amor y de cariño que dio a su fiel discípulo San Juan? Después de llamarlo para que sea su apóstol, a Juan eligió para hacerla el íntimo confidente de sus secretos; permite sea llamado el discípulo por excelencia “amado”; gusta de que se recueste sobre su pecho; a él le comunicó una altísima ciencia de los más profundos misterios de nuestra fe y un incendio inmenso de caridad; y, como si esto fuera poco, al morir, a Juan confió el tesoro más precioso que dejaba sobre la tierra, es a saber: su Santísima Madre. Gracias semejantes, aunque de un modo invisible, derrama continuamente Cristo Nuestro Señor en los corazones de los que lo aman y lo sirven.
¡Oh, hombre! si hasta aquí has probado ya los amargos frutos del pecado y del vicio, resuélvete ahora a seguir de cerca a tu Salvador y gustaras y verás por experiencia cuán dulce y suave es: y si ya lo amas y le sirves, cobra ánimo y aliento con estas consideraciones para que perseveres en compañía, de tal modo que nada sea capaz de separarse de su amor y caridad.
Meditación
¡Dulcísimo Jesús mío! Dígnate derramar sobre nosotros los resplandores de tu luz y de tu gracia, para que, conociendo por experiencia cuán suave y misericordioso eres con los que te aman y te siguen, perseveremos unidos contigo todos los días de nuestra vida. Que vives Amén. y reinas por los siglos de los siglos.
Rezar cinco Padrenuestros, en memoria de las cinco llagas de nuestro Señor, añadiendo a cada uno la jaculatoria: “Jesús mío, misericordia!” y se hace la petición.